Me levanté de la silla y miré a través de la ventana, el mar luchaba embravecido contra las rocas, las gaviotas llenaban el hueco que las olas dejaban al vacío…
El Sol a punto de aparecer por el horizonte dejaba ver su rubia melena. Toda la noche sin dormir provocaba en mí un estado de confusión, de mareo similar a una borrachera. El insomnio me estaba destrozando noche a noche, ni realmente dormido, ni de verdad despierto, viviendo en un duermevela que abatía mis pensamientos desde hace meses.
El teléfono gritó desde la otra esquina de mi habitación, me sacó de mi blanco universo mental donde solo yo navegaba.
Descolgué, el teléfono lloró desconsolado con voz femenina, era ella, estaba matándose de nuevo, no sé si se trataba de pastillas, cuchilla o 40 metros de altura, sinceramente, ya me daba igual, casi hasta lo prefería.
Dijo que acudiese en su ayuda, que no soportaba más esa forma de vida, esos miedos, esas compañías, no soportaba más el terror de vivir asustada, con el peso de las cadenas magullándole el alma.
Era al menos la tercera vez que me hacía salir de casa en el último año para impedir su muerte, empezaba a gustarme, al menos ocupaba mi insomne vida con algo fuera de lo normal.
Cogí el coche, los ojos se me cerraban en cada cambio de marcha, con la misma intensidad en que se abrían en cada frenazo. Su casa estaba a las afueras de Ciudad, en esas barriadas de nueva construcción que parecían nichos enormes. Un sitio perfecto para morir sin que nadie se haga preguntas, para dejar tus sesos en el asfalto y que la mancha perdure durante meses.
Llamé desde abajo pero no hubo respuesta, seguí llamando, nada…
Miré la acera en busca de un cuerpo roto, nada. Me empezaba a poner nervioso, pensando que ya se acabó… era una sensación agridulce, reía entre lagrimas.
Aproveché que un vecino abandonaba el nicho para colarme en el portal, los seis pisos se me hicieron dos, llamé a la puerta con dos sonoros golpes de mi puño, ésta cedió. Entré, el piso estaba vacío, ni un mueble, ni un libro, ni un cuadro, nada de sangre, nada de ventanas, nada de paredes, suelo ni techo… la puerta tras de mi dejó de existir. Solo un vacío negro, sin eco, sin vida.
Un vacío deseando ser llenado por mi propia esperanza. Bendita metáfora de mi vida.
Como en mis pesadillas, cerré con fuerza los ojos para abrirlos en la vida real, y funcionó, vi la nieve de mi televisión zumbándome en el oído, y sentado en mi sofá, creo que me había dormido tras horas intentándolo… o quizá no. Sonreí con la mala suerte de notar en ese momento como el frío metal rozaba con mis dientes, al mismo tiempo que una deflagración llenaba mi boca del sabor de la pólvora ardiendo.
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